La Jornada Ecológica, 2004
Pobreza rural, políticas de desarrollo y globalización en México
Durante las últimas dos décadas hemos sido testigos de un éxodo masivo de la población rural e indígena de México a los centros urbanos del país y, de manera especial, hacia los Estados Unidos. Como una de las consecuencias de esa migración, el año pasado las remesas de dinero del exterior llegaron al máximo histórico: más de 13 mil millones de dólares. Se han convertido en la principal fuente de llegada de divisas, sólo detrás de los ingresos petroleros.
Paradójicamente, el despoblamiento y la pobreza de las comunidades rurales e indígenas tienen lugar en un contexto donde, de acuerdo al discurso de los funcionarios, la política oficial ha llevado a cabo y financiado importantes programas para modernizar y optimizar las estructuras productivas del sector agrícola nacional a fin de hacerlos competitivos en los mercados mundiales, dominados por la globalización y la apertura comercial. También en el discurso oficial, los programas gubernamentales se encargan de mejorar las condiciones de vida de los campesinos, especialmente los más desprotegidos, es decir los pueblos indígenas. No obstante, la migración y la pobreza rural continúan en ascenso y todo apunta a que no va a cambiar esta situación en el corto plazo.
ƑCómo entender esta aparente contradicción? Es claro que si los campesinos indígenas abandonan sus centros de origen es porque algo no funciona bien. ƑSe debe a la incapacidad de las comunidades indígenas para adaptarse y apropiarse los procesos de modernización? ƑEs producto de una política pública errónea o deliberada? O bien, Ƒes una combinación de las anteriores y otras variables más? Desde luego, hablamos de un proceso social complejo que no se puede explicar con simpleza y responde a una diversidad de hechos y realidades a veces poco analizadas. En cambio, sí se conocen con claridad las causas estructurales que lo originan, y que no son otras que los efectos de una política pública cuyos verdaderos compromisos se encuadran dentro del contexto del neoliberalismo y, en específico, dentro de los propósitos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en vigor desde hace justo una década.
Es así que el Estado mexicano ha venido creando las condiciones para que el sector agrícola cumpla los objetivos del TLC mediante una estrategia sustentada en cuatro propósitos centrales, todos acordes a las pautas conceptuales del neoliberalismo:
- Formar empresas rentables en áreas campesinas mediante la compactación de tierras.
- Privatizar los ejidos para que los campesinos puedan rentar, vender sus tierras o asociarse con los empresarios agropecuarios.
- Cambiar los cultivos campesinos por otros más rentables.
- Promover la descentralización gubernamental para realizar obras, servicios y subsidios, que dejan intacta la pobreza. (García Zamora, 2002)
"En los últimos 20 años se ha dado una caída brutal del gasto público y del crédito privado al sector agropecuario. El gasto actual es apenas de 24 por ciento del de 1980ij Este proceso no ha sido la simple caída de la magnitud total de crédito y de gasto público, sino la caída diferencial por grupos sociales y de tipo de cultivo-producto, afectando mucho más a los pequeños productores (indígenas-campesinos, campesinos-forestales y pescadores artesanales), que a los productores orientados a la producción para la exportación". Para 1980, el gasto público en el sector alcanzó 35 mil millones de pesos, y la inversión total se ubicó en 39 mil millones... En 2000, los recursos públicos bajaron hasta 9 mil millones, y a esa contracción se sumó la del crédito total, que apenas fue de 19 mil millones de pesos. De tal forma, a partir de la instrumentación de los compromisos con la banca internacional, sobre todo con la carta de intención ante el FMI, el gobierno inició en 1985 un proceso de reducción de los precios de garantía al productor. El proceso se aceleró a partir de la apertura comercial, incluso antes de entrar en vigor el TLCAN." (Roberto Garduño y Ciro Pérez, 2002)
Oaxaca: maíz, comunidades indígenas y TLCEs evidente la relevancia y riesgos que conlleva para los productores oaxaqueños la política de liberalización del mercado maicero, junto a las disposiciones legales para poder patentar las semillas criollas y la apertura para la entrada de los transgénicos. Basta considerar la estructura y el peso del sector productor de maíz en la entidad para entender los alcances de dicha liberalización y demás medidas colaterales.
Oaxaca se encuentra entre los siete estados del país con el mayor número de unidades de producción de maíz:
- Se siembra en 567 de los 570 municipios de la entidad.
- El 76.3 por ciento de las unidades de producción tienen superficies menores a cinco hectáreas, en tierras por lo general de mala calidad y condiciones fisiográficas desfavorables.
- Produce alrededor de 3.9 por ciento del maíz a nivel nacional.
- Los productores oaxaqueños se ubican en los estratos más pobres de la población. Por otro lado, dependen en gran medida de la mano de obra familiar y en la producción de temporal con fines de autoconsumo en al menos 75 por ciento de las unidades de producción.
- Sólo 3.3 por ciento de las unidades de producción tienen acceso a riego.
- La mayor parte de los productores pertenece a alguno de los 15 grupos étnicos que viven en la entidad.
La escasa competitividad de los productores maiceros de Oaxaca podrá ser vista por algunos analistas como una deficiencia atribuible sólo a ellos. No obstante, la realidad muestra que el declive paulatino en la productividad obedece a una combinación de factores que pasan fundamentalmente por una decisión política orientada a desestimular a nivel nacional la producción y rentabilidad del cultivo, a fin de ir abriendo las puertas para la importación masiva del grano, especialmente de los Estados Unidos. Ese país, precisamente, según el apartado agrícola del TLC, tiene todas las prerrogativas para la exportación de dicho grano, no obstante ser México el centro de origen de la planta, aspecto que ciertamente pareció irrelevante a los negociadores nacionales que intervinieron en la elaboración del tratado.
Lo más indignante de esa negociación es que las condiciones impuestas por los vecinos del Norte obedecen al argumento, para nada convincente y sí claramente discriminador, de que los productores maiceros norteamericanos y las agencias comercializadoras del grano deben contar con condiciones de "equidad" frente a los productores mexicanos en la competencia por los mercados y las tierras.
Así, frente a los sustanciales subsidios que otorga el gobierno estadounidense a sus productores de maíz, su homólogo mexicano ha venido desmantelando sus políticas proteccionistas, reduciendo la inversión y dejando que las "fuerzas del mercado" regulen la producción de maíz.
Como en los tiempos coloniales, bajo la normatividad impuesta por el TLC, la oferta mexicana será la de proporcionar mano de obra barata. Ahora, eso sí, de exportación, a cambio de importar, entre otros bienes, el mayor regalo que las culturas indígenas de México dieron al mundo: el maíz.
Ciertamente, podrán alegar los funcionarios y quienes piensan como ellos, la política neoliberal da resultados y una prueba fehaciente es que, frente a las crecientes importaciones de maíz que cada año hace Oaxaca, aumenta también la exportación de mano de obra: la Comisión Nacional de Población indica que casi 195 mil personas oaxaqueñas residían en el 2000 en Estados Unidos y casi 150 mil en algún otro estado mexicano. Esto representa 10 por ciento de la población total de la entidad, cifra conservadora frente a otros estudios no oficiales.
A esto deben añadirse los esfuerzos en materia de política agraria para sentar las bases de la paulatina privatización de los ejidos y comunidades para que, como establece el TLC, entren al mercado de tierras. Sin embargo, y a pesar de que en Oaxaca prevalece en muchas comunidades la propiedad privada de facto como resultado de la presencia de cultivos comerciales y el reconocimiento comunitario interno de áreas agrícolas de subsistencia ligadas a familias individuales, las comunidades se resisten a caer en la trampa de la certificación agraria que ofrece el Procede (Programa de Certificación de Derechos Ejidales).
Una prueba de lo anterior es que, si bien es cierto que en los mil 060 ejidos o comunidades agrarias consideradas como indígenas, el 88 por ciento de los 297 mil 311 beneficiarios manejan la tierra agrícola con el sistema de parcelas individuales, también es una realidad que las comunidades se resisten a formalizar esto a través del Procede: los campesinos indígenas oaxaqueños saben por experiencia histórica que su sobrevivencia se debe a que han logrado mantener la tierra, al ser entendida hacia el exterior como un bien común o comunal y son ciertamente desconfiados hacia cualquier iniciativa o intromisión en el manejo interno de sus territorios. Como fruto de lo anterior, de las casi seis millones de hectáreas pertenecientes a las comunidades indígenas, sólo han sido certificadas poco más de 50 mil.
El maíz transgénico llega a OaxacaAdicionalmente a las políticas derivadas del TLC relativas a la reducción de apoyo a los productores maiceros y la apertura para el aumento de las importaciones (que también se han aplicado rigurosamente en Oaxaca), los productores, y en general la población, enfrentan otro riesgo mayor proveniente de las medidas aprobadas por el Estado mexicano en relación a la propiedad intelectual de los recursos genéticos:
"El capítulo XVII del TLC sobre la propiedad intelectual conllevó importantes reformas adicionales al régimen de la propiedad intelectual en México en materia de derechos sobre variedades de plantas, así como de los derechos de quienes las cultivan. México se incorporó a la Unión Internacional para la Protección de Especies Vegetales (UPOV) y promulgó una nueva Ley Federal para la Protección de Especies Vegetales en 1996. Además, introdujo importantes reformas a su Ley de Patentes ya existente, permitiendo por primera vez la posibilidad de patentar formas de vida. Para las empresas que desarrollan actualmente variedades mejoradas e híbridos, y que comercializan sus semillas (en el nuevo entorno desregulado), este nuevo régimen de la propiedad intelectual es de importancia crucial. Este instrumento político es importante para la expansión de las operaciones de estas empresas, así como para la protección de nuevos cultivos híbridos y transgenético."
Pero en Oaxaca, aun antes de que el Estado mexicano abriera la puerta legal para la entrada de organismos genéticamente modificados (es bueno recordar que se había cerrado desde 1998), éstos son ya una realidad puesta a descubierto a raíz de investigaciones iniciales del sector académico y de otras complementarias efectuadas por dos agencias gubernamentales de México: la Comisión Nacional de Biodiversidad (Conabio) y el Instituto Nacional Ecológico (INE).
Los descubrimientos del sector académico dieron lugar a que se tomaran muestras de maíz indígena de veinte comunidades de Oaxaca y dos más en Puebla. Al estudiarlas se encontró que el 95 por ciento de estas comunidades (21 de 22 de ellas) mostraron una tasa de contaminación del uno al 35 por ciento de granos indígenas. Se trataba de rastros de contaminación transgénica. En total, el ocho por ciento de los mil 876 almácigos bajo estudio estaban contaminados por organismos genéticamente modificados En la Conferencia sobre Bioseguridad convocada en La Haya, Holanda, a finales de abril de 2002, el director de la Conabio, Jorge Soberón, calificó esta contaminación genética como el peor caso de contaminación de cultivos por organismos transgénicos reportado en todo el mundo.
La principal fuente directa de contaminación genética en Oaxaca vino de maíz importado de Estados Unidos a través de Diconsa, distribuidor estatal de cereales en México. Según Manuel Mérida, de la bodega de Diconsa en la ciudad de Oaxaca, 40 por ciento del maíz distribuido por Diconsa en el año 2001 era originario de Estados Unidos.
La Comisión Mexicana de Biodiversidad y el Instituto Nacional Ecológico (INE) encontraron una tasa de 37 por ciento de contaminación en el maíz en una bodega de Diconsa en Ixtlán (en la Sierra Juárez). Estos hallazgos apuntan a comprobar que el TLC no sólo busca eliminar la competencia del productor maicero mexicano y oaxaqueño mediante la venta indiscriminada de maíz (al menos 25 por ciento más barato que el que se produce en el país), sino que a través de sus importaciones contamina el material genético del maíz mexicano, propiciando con esto la desaparición paulatina del grano en su centro original.
Las implicaciones ambientales y culturales de la pérdida de la diversidad genética del maíz son diversas y relevantes, especialmente para los pequeños productores temporaleros de Oaxaca, que conforman el grueso del sector maicero de la entidad. Esto es así porque las condiciones ambientales y agronómicas de su producción se apegan de manera notable a la siguiente consideración:
La diversidad genética desempeña en las estrategias de los productores un papel seguro contra riesgos, incluidas sequías, heladas, vientos, plagas y mala calidad de suelo. Los productores mexicanos que utilizan las tecnologías tradicionales para el maíz en tierras de temporal se basan mucho en la diversidad genética como estrategia para la supervivencia. Los productores tradicionales siembran distintas variedades de maíz en diferentes épocas como garantía contra los cambios en los patrones de lluvia, clima, vientos, calidad de suelo y plagas. Ciertamente, la combinación adecuada de variedades de semillas y fechas de siembra fue considerada como el recurso tecnológico más poderoso con el que cuentan los productores tradicionales (García Barrios et al., 1991, 174-175).
Al margen de la importancia fundamental que tiene mantener la diversidad genética del maíz, el Estado mexicano se adhiere, sin reservas, a las disposiciones sobre propiedad intelectual mencionadas. Dichas disposiciones, que ponen en capilla a la diversidad genética del maíz oaxaqueño, abren igualmente la puerta a un riesgo ambiental y de salud pública ya presente en el agro de la entidad: el establecimiento y progresiva ampliación de los cultivos transgénicos, bajo una creciente resistencia, pero al parecer insuficiente para poder detener ese alud propiciado por las grandes trasnacionales como Procter & Gamble, Monsanto, etcétera.
Recientemente, y dentro del marco del ALCA, el gobierno mexicano ratificó su posición de permitir la introducción y producción de alimentos genéticamente modificados al firmar en octubre del año pasado el documento Requisitos para la documentación de organismos vivos modificados para alimento humano o animal o para procesamiento (Sagarpa, 2004).
A pesar de que el gobierno señala que el consumo de ese tipo de alimentos no representa peligro alguno, no existe aún evidencia científica que lo demuestre, si bien por el momento hay indicios de que su ingestión está ligada al desarrollo de alergias. No obstante, en la reunión de la Comisión de Cooperación Ambiental de Tratado de Libre Comercio, celebrada en la ciudad de Oaxaca en marzo pasado, el representante de México ante ese organismo enfatizó sobre la inocuidad de los alimentos transgénicos, en lo que parece ser la continuidad para ampliar y afianzar el marco legal al corto plazo que desregule totalmente las trabas para establecer libremente ese tipo de cultivos.
Por otra parte, el gobierno cuida muy bien no explicitar la amenaza central de esta política, que consiste en propiciar la pérdida definitiva del material genético silvestre al ser sustituido por las semillas transgénicas y, por consecuencia, generar que el campesino se vea obligado a adquirir las semillas modificadas genéticamente en sustitución de las criollas que al ser contaminadas pierden su capacidad de reproducción natural.
Patentar, es decir, privatizar las semillas, significa una enorme fuente de ingresos potenciales para las compañías distribuidoras de las mismas, al tiempo que constituye un gasto más para la ya de por sí menguada economía campesina. Dado que Oaxaca es uno de los sitios con mayor número de especies criollas de maíz, no es de extrañar que las compañías trasnacionales lo vean como una enorme fuente de recursos silvestres "patentables" y, así, consumar el despojo del patrimonio histórico indígena.
Esto significará perder el patrimonio sobre uno de los legados culturales y alimenticios de mayor trascendencia que México ha dado al mundo. Equivale a regalar uno de los pilares de nuestra identidad y una forma de acrecentar los niveles de pobreza rural.
Estamos frente a una trampa similar a la que representaron en su momento la introducción masiva a indiscriminada de los agroquímicos y las semillas mejoradas en el agro mexicano, que fundamentalmente sirvieron para facilitar grandes ganancias a ciertos sectores de la producción que contaron, y cuentan aún, con sistemas de riego, maquinaria, insumos y crédito. Pero, a su vez, esos agroquímicos y la siembra de tales semillas originaron la contaminación de los suelos y aguas, crearon problemas en la salud pública de los menos protegidos por las políticas públicas y ampliaron la brecha que separa al México rural rico gracias al apoyo gubernamental, del inmensamente mayoritario: el de los pobres.
Nada bueno pinta entonces el panorama para los campesinos, en especial los indígenas, al minar la diversidad genética de Oaxaca y de otras partes de México.
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